martes, 25 de noviembre de 2008

"Los puentes de Estambul". Día 56


Lo verdaderamente sorprendente es querer huir de lo que nadie escapa nunca y aferrarse a algo que necesariamente marchará.
Kitab al-Hikam
El señor Kayip se acomoda todas las mañanas en el rincón más oscuro del negocio filial, encajado entre la amplia ventana que da a la calle y la barra grasienta, de espaldas a un eje giratorio en el que se dora lentamente el cordero. El señor Kayip, al que sus padres llamaron Ismail y sus amigos apodaban Uskumru Bey - los viejos amigos, tan lejos ahora que sus caras se confunden al evocarlas- , dedica su tiempo a vigilar la clientela por encima de un gigantesco bigote gris. Desde fuera, su inmovilidad es admirada por viandantes curiosos que pasan junto al cristal del restaurante Atatürk; no muy seguros de estar contemplando un decorado, se asustan cuando la mirada les es devuelta, como si de repente una langosta del acuario los saludase. Tiene aspecto de figurín: perfil sobresaliente y muy otomano, sonrisa distante, postura rígida. El fulgor de sus ojos, escondidos en el fondo de las cuencas de la calavera, es la única señal de vida visible en ese gastado cuerpo; parece que recorre miles de quilómetros antes de ir a posarse en su objetivo.

- Padre, ¿está cómodo aquí? ¿Le traigo otro café?- pregunta de vez en cuando su hijo Mim, sudoroso y limpiando las manos en una camisa estampada con manchas de aceite. Mueve la cabeza -no- y enciende una pipa de marfil labrado, que extrae de las profundidades de su chaquetón de lana oscura. Pronto el humo se arremolina delante de él, confiriéndole calidades de sombra china: una figura difuminada e irreal de la que sólo se distingue la curva elegante de la nariz, los ojos como brasas. El señor Kayip cae, gracias al tabaco, en un estado de ensueño del que Mim prefiere no rescatarlo; medio dormido, comienza a ver más allá de la ventana y la ciudad, mientras murmura en turco frases inconexas:

- Istanbul'in köprulesu hatirlatarim...

* * * * * * * * *
- ¡Uskumru Bey! ¿En qué pensabas? ¡Te vas a caer al agua como no recojas hilo!

La caña corcoveaba amenazadoramente, apoyada en la barandilla del puente. Tiró de ella y una caballa enorme aterrizó en la acera, golpeándola furiosa con su cola.

- ¡Muy buena! Este animalote nos dará varios filetes por la noche. - Ahmet se había abalanzado sobre el pez en cuanto éste tocó el suelo, feliz de terminar la faena, y estaba quitándole el anzuelo. - Todavía no entiendo por qué tienes tanta suerte, amigo mío, ¡nunca te concentras en la pesca! -.

Recogí mis cosas y me cubrí con la gorra, frías las orejas tras la caricia helada del viento que subía desde el mar de Mármara. Ahmet tapó el caldero lleno de caballas con un paño y se irguió apoyando las manos en las rodillas; la humedad hacía que sus vértebras se quejasen. Me miró con atención:

- Algo te ronda la cabeza, viejo. Ayer estarías saltando de alegría al ver semejante bicho.

Muy cierto. Siempre en el clavo, compañero.

- Es el frío. Ahmet: hace mucho que dejé atrás la juventud y no me sienta nada bien este aire del estrecho.

Incredulidad.

- Creo que por hoy hemos acabado, ¿no? Escucha, la verdad es que estoy preparando unas recitaciones nuevas que me tienen absorbido. Son para la oración del atardecer; Mustafá quiere hacer una plegaria especial por la muerte de su hermano Orham, y ya sabes que yo me encargo de responder al canto del imán.

La escusa lo debió tranquilizar, por la sonrisa de media luna que le desarrugó la frente.

- Tanto trabajar para el Misericordioso te va a dejar sin caballas. Si verdaderamente es la llamada a la oración lo que te preocupa, entonces no puedo ayudarte; mi fe es más fuerte que mi voz, y Dios sabe que eso no es mucho. - Cogió la caña y el caldero y se dio la vuelta, haciendo un gesto con la mano a modo de despedida.

-Salam aleikum, Ahmet.

Se fue despacio y me quedé un buen rato de pie en el medio del puente Gálata que, como siempre a mediodía, se convertía en el ombligo del universo: pescadores, limpiabotas, vendedores de pistachos, charlatanes, gaviotas y gatos sin domesticar competían por hacerse con el último centímetro libre de asfalto, los gritos de ¡a una lira! se mezclaban con el barullo de las casas de comida, con los claxons y la campana que anunciaba la llegada de un barco al embarcadero de Eminönü, y las olas llevaban de aquí para allá el perfume inconfundible del Bósforo. Aquel día, sin embargo, este maravilloso espectáculo que conocía y amaba desde niño me entristecía.

Crucé la calzada y comencé a subir la cuesta de la calle Birsel hacia mi barrio.


* * * * * * * * *

Me llamo Ismail Kayip, aunque el nombre que seguramente escucharéis por aquí es el de Uskumru Bey, que en mi lengua quiere decir "el señor Caballa". Ahmet fue el autor de este apodo; él viene a pescar conmigo todas las mañanas desde que tuve edad y fuerzas suficientes para manejar la caña, y siempre le sorprendió la cantidad de pescado que caía en mi anzuelo. Ahmet es para mí lo que se dice un amigo de toda la vida, está presente en mis primeros recuerdos, buenos y malos: forma parte del paisaje de Istanbul, como los minaretes que salpican la ribera del Cuerno de Oro.

Me llamo Ismail Kayip y soy muecín de la mezquita del Príncipe, cercana al acueducto de Bozdogan. Antes ascendía a lo alto del mahfili y contaba sólo con mi voz, llevada por los cuatro vientos, para reunir a los fieles de los alrededores; ahora, viejo, me siento en un rincón cerca de la ventana y dejo que la amplificación haga el resto del trabajo. No es el aliento el que me falla, sino la fuerza para trepar por la estrecha escalera de caracol de la torre, tan larga, diez grados bajo cero en diciembre, un pulso contra el ruido de los coches y los bazares.

Tengo sesenta años y un hijo de treinta. Alá recibió en su seno a mis padres y a mi mujer, mientras yo envejecía y menguaba poco a poco, como una flor que se marchita con el paso del tiempo. Mi hijo se llama Mim. Hace dos años emigró a Francia en busca de trabajo; tuvo suerte y consiguió un permiso con el que pudo montar un restaurante en Toulouse. Por lo que me cuenta las escasas veces que telefonea -las conferencias son caras-, le va muy bien en su negocio, tanto que quiere ampliarlo y contratar más gente que le ayude a cocinar y atender en la barra. Me llamó ayer, de mañana, después de la primera oración según la hora de Istanbul: padre está muy solo, sin nadie que lo cuide, y Mim se preocupa, claro, debería adelantar el viaje, ahora ya está instalado y no habrá problemas con los papeles. Puede vivir con Mim en su piso, alquiló uno en la zona del puerto, ni siquiera echará de menos el aire salado del mar.

Y de repente sentí toda la soledad de la casa familiar, vacía de voces y pasos, y le prometí que iría al día siguiente a comprar un pasaje en el primer barco que zarpase hacia Francia. El billete está en el bolsillo, bien protegido por un sobre; las maletas esperan, la llave de la puerta principal guardada por si acaso alguien quiere volver, hijos de hijos de hijos que buscan en el pasado lo que no encuentran en el presente.

Ahmet, perdóname. Desde hoy tendrás que pescar solo, apoyado en la barandilla del Gálata, escuchando la campana del embarcadero de Eminönü con cada partida, ver los barcos rodeados de gaviotas que los despiden hasta que desaparecen tras el horizonte. Ahmet, amigo mío, espero que pienses que soy despreciable por no avisarte de mi huida, y que me odies y que después te olvides de mí lo más rápido que puedas...

Me llamaba Ismail y era muecín en la mezquita del Príncipe, en Istanbul; pero para vosotros soy ahora el señor Kayip, que se acomoda todas las tardes en el rincón más oscuro del negocio filial y dedica su tiempo a vigilar a la clientela por encima de un enorme bigote gris, un viejo medio loco que habla solo mientras fuma y bebe café.

* * * * * * * * *

El señor Kayip despierta dulcemente con el golpeteo de las gotas de lluvia en el cristal. Ya pasó la hora de comer y no hay clientes; Mim debe estar en la cocina preparando los pastelitos para el salón de té de la planta baja. Bosteza. En su imaginación, los claxons de los coches que circulan por la calle se convirtieron en las voces de los muecines respondiéndose unos a otros por encima de los techos de la ciudad. Quería huir de la soledad de la carne y cayó en la soledad del alma, pobre anciano ignorado; vive en una neblina de tibia rutina y de recuerdos que lo asaltan y persiguen sin descanso. La oscuridad del invierno hace crecer sombras tristes dentro del restaurante. En la parte trasera se escucha un rumor de cazuelas y grifos abiertos; el té no tardará en estar listo, y luego habrá que colocar el cartel de abierto para que la gente llene otra vez el local. Aprovechar el silencio, mientras tanto. El señor Kayip se recuesta de nuevo, como hace todas las tardes de los úiltimos tres años, como hará hasta que el sueño final de la muerte lo lleve a pescar eternamente en los puentes de Estambul.


1 comentario:

aixa dijo...

Querido Kitab Al-Hikam:
A pesar de ser necesarios,
tal vez tengamos miedo de los cambios,¿no lo crees?